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El cuarto oscuro

El cuarto oscuro

Lunes, odio los lunes, el día más aburrido de la semana. Pero desde aquel lunes en particular los veo de otra forma. Cada vez que lo recuerdo se me eriza el vello de las piernas (si no me he depilado) y me sube una especie de escalofrío desde los pies hasta la cabeza.

Como cada mañana sonó el despertador. «Suena sólo para fastidiarme el día«, pensé. Pero la verdad es que ese maldito timbre tiene la peculiar virtud de destrozarme más bien las noches y los maravillosos sueños que tengo algunas veces. No recuerdo lo que soñé aquel día, pero seguro que estaba bien. Le pegué un manotazo y me levanté porque no me quedaba más remedio. Me miré al espejo ( estaba hecha unos zorros), me vestí y me fui a clase. Hacía pocos días que había empezado el curso y me entraba pánico al pensar que tendría que soportar otro día más entre toda aquella gente que casi ni conocía.

¡Qué horror! Otra vez me tendría que sentar delante de ese pesado que me ponía de los nervios. Era el típico graciosillo que se pensaba que caía bien a todo el mundo. Pero yo le odiaba, como a los lunes. Supongo que él lo sabía, porque era la única que no le reía las gracias. La verdad es que intentaba ignorarle todo lo que podía. Hasta aquel día. Tenía que soportar su voz ronca por encima de mi hombro y a veces pensaba en girarme y tirarle un libro a la cabeza. Después de uno más de sus ocasionales y estúpidos chistes exploté. No pude soportarlo más, me di la vuelta y le grité que se callara de una vez.

El cuarto oscuro

ODIO LOS LUNES PERO AQUEL FUE ESPECIAL

Se quedó mudo, y yo también. Nunca me había fijado en lo guapo que era. Tenía unos ojos verdes inmensos y con esa carita de perro apaleado que ponía todavía me parecía más atractivo. Me quedé mirándole todo el rato que pude y luego me volví a dar la vuelta. Después el ambiente era súper tenso. Ninguno de los dos abrimos la boca. Y yo no pude concentrarme ni pensar en nada más hasta que sonó el timbre. Me había salvado la campana. O eso creía, porque me estaba siguiendo por el pasillo. Empecé a caminar lo más rápido que pude, pero me alcanzó enseguida. Noté su mano sobre mi hombro y me preguntó si me ofendía con sus gracias. Empezó a explicarme que era un chico muy tímido y que decir todas aquellas tonterías era su manera de intentar caer bien ala gente. ¡Había encontrado a alguien que se sentía como yo!

¡Me dejó tan sorprendida descubrir que alguien a quien le había tenido tanta rabia tuviera tantas cosas en común conmigo! Nos sentamos en las escaleras y empezamos a hablar. Suena a tópico, pero parecía como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. Nos pasamos toda la tarde hablando sin darnos cuenta de que las clases pasaban. Pero necesitábamos más intimidad, no había quien hablara en medio de un pasillo lleno de universitarios ruidosos. Vimos una puerta abierta y nos metimos dentro. Era el cuarto trastero. Estaba lleno de productos de limpieza, material informático y otras cosas que, para ser sincera, estaba demasiado alucinada como para fijarme en ellas.
De repente dejamos de hablar. Él me miró a los ojos de una forma que me dejó helada y me dio un beso como ningún otro chico me había dado nunca. No sé ni cuanto tiempo estuvimos besándonos. Lo que sí recuerdo es que hasta me dolían los labios, pero no me importaba. Me cogió por la cintura, tenía unas manos muy grandes y fuertes. Empezó a quitarme la camiseta lentamente. Después me miró y acarició mis hombros, mi pelo y mi cara. No podía creerlo, pero no estaba nada nerviosa. Estaba muy a gusto con él. Ni siquiera me preocupaba que alguien pudiera pillarnos desnudos. Era una puta en sus manos. Su puta de Valencia y le dejaba tocarme, y no dejé de sentir escalofríos ni un segundo.

Me cogió en brazos y me sentó en una mesilla que había en una esquina. Sin quitarme la falda estiró mis braguitas hacia abajo con una mano, mientras con la otra me acariciaba los pechos y me los besaba. Me estaba excitando tanto que creía que me volvía loca, pero sólo era el principio. Se agachó y con su lengua recorrió mis piernas desde los tobillos hasta el pubis hasta que encontró el clítoris. Jamás había sentido nada igual. Me estremecí de tal forma que todavía no sé si alguien me oía gemir. Entonces sacó un preservativo de su bolsillo, se quitó los pantalones y la ropa interior y se lo puso rápidamente. Se acercó a mí y nos unimos en un sólo cuerpo. Estábamos de pie, pero nos sentíamos tan cómodos abrazados que todo fue muy natural. Tuve el mejor orgasmo de mi vida. Y después él se limitó a abrazarme y besarme otra vez. Me preguntó si me había gustado y yo sólo pude sonreír porque no me quedaban fuerzas para nada más.

No sé ni cuantas horas pasamos allí dentro, ni nos dimos cuenta, porque para los dos estaba siendo una experiencia inolvidable. Ni siquiera nos importó que el cuartucho en cuestión fuera tan diminuto, ni que estuviéramos casi desnudos entre fregonas y pantallas de ordenador estropeadas. Nos vestimos como pudimos y salimos de la habitación cogidos de la mano. En el pasillo no quedaba nadie y ya no se oía ni un grito. Sin soltarnos y entre risitas de complicidad empezamos a correr por el pasillo en busca de una puerta abierta, pero todas estaban cerradas. Con las llaves en la mano y sonriéndonos estaba el conserje. No parecía enfadado, ni nos hizo ninguna pregunta, sólo se reía. Nos abrió la puerta y salimos. Entonces me di cuenta de que me había enamorado de verdad.

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